Relato corto: La Última Consulta

La Última Consulta La Última Consulta relato gratis de kassfinol

Título: La última consulta

Autora: Kassfinol

Todos los derechos reservados.

Registrado: Código de registro: 2308285162535

Género: Ficción. Suspenso. Terror


Espera no hallarte en ese fragmento de la población que vive en la ignorancia, mientras la realidad se quiebra y los horrores más oscuros acechan. Sumérgete en esta historia y descubre la verdad por ti mismo.


Único capítulo

Lo que estoy a punto de contarles es algo que sé que muchos no creerán. Hasta ahora, no he visto ninguna noticia sobre esto en los medios de Paraguay, y si esto se ha convertido en una constante, me imagino que debe estar sucediendo en otras partes del mundo.

Fui a mi cita médica, pero llegué tarde según sus términos, ya que eran las seis de la mañana. Debía encontrarme con la endocrinóloga, y era mi primera consulta con ella. No sabía que debía llegar tan temprano, pues solo disponían de diez turnos. Calculé que la próxima vez tendría que estar allí a las cuatro de la mañana para asegurarme de conseguir una cita sin perder tiempo.

Sin embargo, soy una persona optimista por naturaleza, y decidí quedarme para ver si la doctora me permitiría ser atendida después de su jornada. Reconocía que tenía que asumir la responsabilidad de mi llegada tardía. Además, me di cuenta de que nunca me había informado en recepción sobre cuántos pacientes veía al día la doctora y cuáles eran sus horarios de atención. Por otro lado, había organizado mi mañana de manera que mi retraso no afectara mi trabajo, por lo que no había problema en esperar a ver si tenía suerte.

Los consultorios de prenatal y endocrinología estaban cerca, a pocos metros de distancia, ya que el lugar tenía numerosas salas médicas.

Desde mi silla, podía ver cómo entraba y salía mi médico ginecoobstetra quien era que llevaba mi control prenatal, a quien había conocido hace poco. Este doctor, de alrededor de setenta años, tenía un temperamento fuerte, lo cual era evidente en su forma de hablar. Además, demostraba una falta de empatía en la comunicación, ya que hablaba sin dar oportunidad para que sus pacientes expresaran sus opiniones. Sin embargo, lo escogí porque su actitud preocupada y su atención a sus pacientes habían demostrado que era un profesional de la salud dedicado. Quería lo mejor en términos de experiencia para el cuidado de mi bebé.

Yo prefiero la experiencia antes que el amiguismo.   

Permanecí allí durante al menos dos horas, leyendo «El año de gracia» de Kim Liggett para pasar el tiempo. Finalmente, dejé de leer cuando un grupo de personas que asumí eran las pacientes de la endocrinóloga empezó a dirigirse hacia las sillas ubicadas frente a su consultorio. El lugar era espacioso, con sillas de madera alargadas y una atmósfera limpia y cuidada que reflejaba la atención que se brindaba en las instalaciones.

Miré el reloj y eran las 9:30 de la mañana. Me acerqué a una de las enfermeras encargadas de la organización, pesaje y toma de la tensión para recordarle que todavía estaba esperando a ver a la endocrinóloga. Después de unos minutos, se me acercó con una sonrisa amable y me informó que podía pagar la consulta porque la doctora me atendería.

¡Buenas noticias!

Me alegré de haber esperado desde las 6:40 a.m. para poder ver a la doctora. Sabía que ella debía haber llegado a las 8 a.m. para atender a sus citas, pero, ¿quién era yo para cuestionar su respeto por el tiempo de sus pacientes? De hecho, estaba agradecida de que estuviera dispuesta a atenderme a mí y a las otras cuatro chicas que también se habían quedado sin turno. Fui a recepción y pagué el costo de mi consulta, y me dieron el número catorce. Sonreí, al menos saldría de allí antes del mediodía.

Regresé al área de los consultorios y entregué la copia del ticket a la enfermera. Me pesó y tomó la lectura de mi tensión, luego me confirmó que esperara a que me llamaran por mi nombre. Asentí y me senté en un rincón apartado, deseando leer en paz. El libro que tenía entre manos, «El año de gracia» de Kim Liggett, era entretenido, aunque un poco lento, pero insisto… entretenido.

Perdí la noción del tiempo sumergida en la lectura hasta que algo me sacó de mi intensa concentración. Un escalofrío recorrió mi espalda y mi cuerpo se puso alerta. Miré a mi alrededor, pero lo único que parecía fuera de lo común era la llegada de una mujer embarazada, que calculé debía estar en torno a las treinta semanas de gestación por el tamaño de su vientre. Caminaba con dificultad, sostenida por un hombre que presumía era su esposo. Ambos llevaban tapa boca, lo cual era común en esa época del año debido a los brotes de gripe e influenza que solían azotar el país en junio, con los cambios drásticos de temperatura; un mismo día podías tener en la mañana calor, en la tarde lluvia y en la noche estar sintiendo un frio intenso.

Al principio, intenté no prestarles demasiada atención a los recién llegados. La mujer estaba envuelta en abrigos, bufanda, gorro y guantes; y su compañero llevaba un atuendo similar. A simple vista, todo parecía normal, pero ya no podía concentrarme en la lectura, me sentía incómoda.

Después de unos minutos, decidí guardar el libro, ya que era evidente que no podría concentrarme. En su lugar, me fijé en el comportamiento del hombre. Se veía inquieto, miraba constantemente a su alrededor y después volvía su atención a su acompañante. La mujer, por su parte, estaba cabizbaja, con los hombros encorvados, lo que denotaba debilidad. Ambos se encontraban sentados en el centro de la sala de espera. 

Saqué el celular de mi bolso para revisar unos mensajes en el grupo de WhatsApp que compartía con mi hija y esposo. Eran mensajes antiguos que confirmaban que habían llegado bien al colegio y al trabajo. Decidí responderles:

«Me alegra saber que están bien. Los amo. Aquí estoy esperando a que me atienda la endocrinóloga. Cualquier cosa les escribo, estén pendientes».

Desde que se enteraron de mi embarazo, mi hija y esposo se habían vuelto extremadamente protectores. No les gustaba que saliera sola por temor a que sufriera mareos, desmayos o vómitos inesperados, pero yo entendía que en ocasiones las circunstancias no permitían que me acompañaran.

Luego, volví a enfocarme en el entorno. Parecía que, desde la llegada de la pareja, un silencio inusual se había apoderado de la sala de espera. En ese momento, tres enfermeras atendían a la pareja, que seguía en el centro de la sala. El silencio era tan denso que pude escuchar a la enfermera que parecía tener más edad entre sus compañeras cuando dijo:

—Señor, creo que deberíamos llevarla a emergencia. Algo no está bien con su esposa. ¿Desde cuándo está su señora así?

Para mi sorpresa, el esposo respondió con renuencia:

—No sé, no sé, lo unico raro fue hace unas horas, que le compré otra marca de vitaminas porque no conseguimos la que siempre tomaba… No sé qué más decirle, solo quiero que la vea su médico. Hoy tiene su consulta de rutina.

La enfermera insistió:

—¿Seguro fue solo eso lo que ocurrió?

Y se acercó aún más para ayudar a la mujer a levantarse del asiento.

El esposo no tuvo la oportunidad de responderle porque quedó petrificado ante el sonido gutural que emitió su esposa. El eco desgarrador que produjo hizo que hasta el último cabello en mi cabeza se erizara.

Corre —me pasó por la mente, pero no me moví. Solo observé, al igual que su esposo, cómo la mujer se desplomó sobre el suelo y comenzó a convulsionar, sin dejar de emitir esos sonidos espeluznantes a través de su garganta. No eran gritos de dolor, sino más bien sonidos sacados de una película de terror.

Las demás pacientes se levantaron de sus asientos con rostros atónitos. Algunas huyeron de la escena, mientras que otras se acercaron aún más a la pareja.

Yo permanecí inmóvil, observando lo que ocurría y tratando de comprender qué situación podría llevar a una persona a convulsionar y emitir esos sonidos tan aterradores… tan inhumanos.

Las respuestas que mi mente ofrecía no me parecían lógicas ni realistas.

Entre las piernas de las pacientes que habían decidido acercarse para ver más de cerca lo que estaba ocurriendo, pude observar cómo las enfermeras luchaban por mantener el cuerpo de la mujer en el suelo, incluso con la ayuda de su esposo. Los gritos guturales, el murmullo de las pacientes asombradas y asustadas, y el esposo de la mujer diciéndole entre lamentos y lágrimas… una y otra vez que, por favor, resistiera que todo iba a pasar; llamaron la atención de los médicos que se encontraban en sus consultorios con las puertas cerradas.

Varios de ellos salieron de sus cubículos y se abrieron paso entre las mujeres embarazadas que insistían en quedarse alli viendo lo que pasaba. Logré ver como la señora parecía estar poseída por un demonio, era impresionante ver como se retorcía a pesar de toda la fuerza que las enfermeras y esposo ejercía sobre ella, toda esa fortaleza era anormal. El rostro de los doctores ante la escena era de incredulidad.

—¡Hagan todos silencio! —gritó mi ginecoobstetra. No esperaba menos de él— Aléjense de aquí, tomen asientos o salgan del lugar, no quiero a nadie cerca.

Cuando hicieron espacio que logré ver al cien lo que pasaba, dejé de respirar al ver la escena.

La mujer parecía que levitaría del suelo debido a sus movimientos bruscos, a pesar de que ahora dos doctores la sostenían, uno agarrando cada pierna, mientras su esposo sujetaba su cabeza y tres enfermeras trataban de controlar sus brazos. Pero lo más impactante era el movimiento antinatural de su vientre, que parecía a punto de desgarrarse, como si su bebé estuviera a punto de atravesar su barriga por sí solo.

La situación empeoró en cuestión de minutos. Las mujeres que habían estado cerca comenzaron a gritar y a persignarse al ver la horripilante situación. Algunas se sentaron atónitas, mientras que otras, como yo, permanecieron inmóviles, como si el tiempo se hubiera detenido.

—¿Qué le pasa? ¿Tiene rabia? ¿Está poseída? ¿Es un demonio? ¡Dios nos cuide y nos proteja! —susurraban entre ellas, lanzando preguntas que se mezclaban con los gritos y que finalmente me sacaron de mi estado de parálisis.

—¡Evita que se muerda la lengua! —exigió un doctor, mientras que otro de sus colegas le tomaba el pulso a la mujer. Se habían vuelto a distribuir entre ellos, ya que los espasmos parecían más intensos y el movimiento del vientre se había vuelto más inquietante.

Quien tomaba el pulso no dijo palabra, pero negó con su cabeza.

El esposo introdujo sus dedos en la boca de su esposa, supongo que para evitar estúpidamente que se mordiera la lengua.

Uno de los doctores pronunció algo en guaraní, pero no pude entenderlo, porque no comprendía el idioma. Sin embargo, su tono parecía indicar que estaba regañando al esposo por lo que acababa de hacer. Luego insistió:

—Pongan algo en su boca para evitar que la joven se muerda la lengua.

Lo siguiente que escuché fue bastante surrealista:

—¡No tiene pulso! —afirmó el otro doctor que había estado frente a todos intentando tomar sus signos vitales durante varios minutos.

—¡Pero se está moviendo! ¿Qué está sucediendo, doctor? —el rostro aterrado de la enfermera era imposible de ocultar.

En ese momento, vi que varios doctores que permanecían en sus consultorios, a pesar del escándalo en la sala de espera, no se habían molestado en salir a investigar qué estaba ocurriendo.

—¡Ahhhh! —gritó el esposo de la mujer— ¡Me ha mordido!

En cuanto terminó de hablar, cayó al suelo y comenzó a convulsionar ante la vista incrédula de todos.

—¡Salgan de aquí! —musité a las mujeres que estaban cerca de mí.

—¿Qué? —respondió una de ellas.

—Salgan de aquí, no es seguro —a pesar de mi insistencia, se quedaron allí, observando todo lo que ocurría.

El mundo lo mueve el cotilleo y la imprudencia —pensé. Mientras negaba en desaprobación a su comportamiento.

La sala de espera seguía repleta de mujeres, y para mi asombro, más personas acababan de llegar. Pasé con rapidez junto a la circunstancia escalofriante y me dirigí hacia la puerta de la endocrinóloga. Ella era una de las que no había salido a investigar lo que estaba ocurriendo. Algo me decía que debía alertar a todos para que salieran de allí.

Ahora eran dos sonidos guturales los que retumbaban en las paredes, era todo tan irreal e impresionante. Toqué la puerta varias veces, pero nadie respondió.

—Doctora, abra la puerta —golpeé con insistencia dos veces más—, debe salir de aquí.

—¿Qué está sucediendo allí? ¿Hay alguien con un arma? —el miedo era evidente en su tartamudeo.

—¡No, no! —intenté girar la manilla de la puerta y noté cómo mi mano temblaba sin control —son dos personas las que están teniendo creo que un brote psicótico, ambos están convulsionando, pero juzgo que los médicos que los están atendiendo necesitan ayuda.

—Está bien, abriré —me dejó pasar y cerró la puerta de inmediato y pasó llave. Noté que había una enfermera debajo de su escritorio, muy nerviosa y llorando. Vi tambien el rímel negro corrido por su mejilla en el rostro de la doctora.

—Dime, ¿qué es lo que viste? ¿Qué está ocurriendo afuera?

 —Es difícil de explicar, es mejor que lo vea por sí misma. Por favor, llame a sus colegas, todavía hay tres puertas de consultorios cerradas, no todos han salido para ver qué está pasando.

—No los culpo, es comprensible, muchos pensamos que podría ser un ataque o alguien con un arma, no sé, así que decidimos encerrarnos en los consultorios.

—Alguien con un arma no podría ser detenido por un cerrojo —contesté mientras veía cómo ella escribía en su celular.

—Ya les he informado a mis otros tres colegas en nuestro grupo de WhatsApp que salgan a ayudar, que no hay peligro de arma de fuego.

—Yo me iré, creo que es lo mejor que puedo hacer, otro día regresaré a su consulta, doctora.

—Sería mejor que te quedaras aquí hasta que todo pase. No corras, podrías caerte o lastimarte debido a tu sobrepeso —su tono lo percibí ofensivo.

De nada te sirve ser flaca y estudiada, es evidente que eso no te desarrolla la inteligencia emocional —pensé y solo negué con mi cabeza antes de responderle:

—Mi peso no es relevante en este momento. Lo importante es ayudar a atender a esas dos personas enfermas. Luego tendrá tiempo de hacer comentarios hirientes sin conocer mis antecedentes, doc-to-ra —y le regalé una expresión de desprecio —¡Suerte! —murmuré antes de salir de su oficina, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.

Perra, ¿acaso no notó que estoy embarazada y no simplemente con sobrepeso? Además, no es apropiado hablarle así a una paciente. Estúpida, es igual que la mayoría que juzga la apariencia sin conocer la situación… pues, clarooo, la misma barriga de gorda, es mal vista, pero si alberga un bebé dentro, ahí sí, ¡ahí la barriga es linda y preciosa… ¡hipócritas de mierda! —mis pensamientos se desbordaron como era habitual, pero cuando volví a enfocarme en la realidad, me di cuenta de que no solo la doctora necesitaría suerte, yo también.

Ahora había muchas personas convulsionando sobre el suelo, y la mujer que había comenzado el caos estaba literalmente comiéndose las entrañas de otra joven.

La sala de espera estaba desierta, todos los presentes se movían de forma horrenda por el suelo, emitiendo sonidos guturales y lamentos espeluznantes.

—Maldita sea, zombis —susurré. Miré a mi alrededor y noté que mi única posibilidad de defensa era un extintor de incendios en la pared. —No, es demasiado pesado —pensé y revisé mi bolso en busca de algo con lo que pudiera protegerme y así poder salir corriendo de allí.

Lo bueno es que solo había una zombi por completo convertida, la primera, la embarazada que llegó con su esposo, los demás parecían no haber completado el cambio.

Agradezco haber leido muchos libros sobre zombis —pensé mientras seguía revisando dentro del bolso y encontré un bolígrafo. —Me lleva el diablo, parece que soy escritora —me recriminé en silencio.

Tomé el bolígrafo con firmeza y comencé a moverme con cuidado, evitando hacer ruido y tratando de no llamar la atención de la mujer desquiciada. También tenía que evitar resbalar en el charco de sangre que se había formado en gran parte del suelo.

El grito de la endocrinóloga me sobresaltó. Volteé y me di cuenta que ella a diferencia mía se había impresionado demasiado con la situación al punto de hacer todo lo que no se debe hacer frente a un zombi… ¡gritar!

Yo estaré supuestamente gorda, pero al menos sé que no debo gritar ni hacer ruido entre zombis, pendeja.

La mujer zombi se giró hacia el agudo sonido que aún la doctora seguía emitiendo, ignorándome a mí por completo, y en cuestión de segundos, corrió hacia ella.

—Oh, por Dios —musité sin pensarlo y comencé a correr para alejarme de allí, esquivando a las mujeres embarazadas, médicos y enfermeras convulsionantes sobre un lago de sangre en el lugar.  Definitivamente, más personas imprudentes habían entrado en la sala de espera en mi corta ausencia.

Por un momento, no pude correr más, ya que sin aviso alguno y de forma muy brusca sentí que alguien me sujetaba con fuerza y me tiraba hacia atrás, haciendo que cayera de espaldas sobre el suelo. Experimenté un dolor agudo en la parte baja de la espalda y me recorrió hasta mi vientre.

Comencé a escuchar ese reconocible y horrible sonido gutural muy cerca de mí.

Dios bendiga la ropa de invierno y al tapaboca—pensé—. El infeliz no pudo morderme porque su tapaboca lo tenía aun pegado a su cara; y porque yo llevaba dos pantalones y dos suéteres gruesos para protegerme del frío, ya que soy muy sensible a las bajas temperaturas.

Quien me retenía era el esposo de la embarazada, ese que fue mordido de primero ante la mirada atónita de todos.

Lo pateé varias veces con fuerza en la cabeza, y gracias a mis diecisiete años de práctica de karate, mis patadas surtieron efecto. De reojo, en mi desesperación por liberarme, vi cómo su zombi “esposa” desgarraba el cuello de la endocrinóloga, quien gritaba y forcejeaba para quitársela de encima. No iba a permitir que este desgraciado hiciera lo mismo conmigo.

El hombre caucásico, de ojos ahora sin pigmento y venas moradas regadas por todo su rostro, me tiró hacia él de nuevo mientras yo luchaba por alcanzar el bolígrafo que había rodado un poco lejos cuando el idiota me derribó. Me arrastré y forcejeé con él hasta que logré recuperar mi pequeña arma. Tomé aire y me concentré; tenía un solo movimiento para lograr que me soltara. Una vez apunté correctamente, le perforé el ojo con el bolígrafo. Eso fue efectivo; me soltó, no porque le hubiera dolido, estaba segura de que la punta del bolígrafo había alcanzado su cerebro, solo por eso me liberó de su agarre.

Gateé y permanecí así hasta que salí de la sala de espera. Me levanté lo más rápido que pude y me alejé de esa área del hospital. Varias personas corrían en diferentes direcciones y, al mirarme, se alejaban de mí. Supongo que estar cubierta de sangre no les inspiraba confianza.

Todo cerca de esa área era un completo caos, pero yo sabía que no era la amenaza real; lo peligroso quedaba atrás.

Caminé por varios pasillos y puertas hasta sentirme relativamente segura dentro del gran hospital. Busqué mi celular y para mi desgracia tenía la pantalla rota.

—¡Maldición! —apenas podía controlar mis manos, la respiración entrecortada amenazaba con hacerme vomitar los pulmones. Volví a mirar bien el celular y con la huella dactilar logré encenderle la pantalla, gracias a todos los dioses que había dejado la conversación familiar abierta y podía enviar una nota de voz.

Activé la grabadora e intenté ser lo más clara y concisa posible:

—Vayan a casa, por favor, hay zombis en el hospital, no estoy jugando —no le di emoción a mi voz, necesitaba que ellos se concentraran en mantener la calma y hacer lo que les pedía.

Esperaba que mi esposo e hija me creyeran, aunque solíamos bromear sobre ese tema.

Recibí un emoticono de una carita graciosa. No lograba ver bien de quién era. Eso me alteró, así que les grabé otra nota de voz:

—¡Maldición, no estoy jugando! Juro por este bebé que llevo dentro que lo que les digo es cierto. Salgan de donde estén y vayan a casa. Los zombis tardan en convertirse, tendremos oportunidad de llegar sanos y salvos. —se me salieron las lágrimas y las limpié con rapidez como si con eso pudiera apaciguarme. 

Recibí dos «Ok» en respuesta casi de inmediato.

Fue ahí cuando pude relajarme, aunque esa sensación me duró poco, ya que sentí un dolor intenso en mi vientre; estaba duro, como si tuviera una piedra pesada dentro. Era mi bebé… pobre, lo había golpeado con mi caída y ni hablar de todas esas sensaciones desagradables que sintió mientras yo me defendía y moría del miedo.

—Mami te tendrá siempre en un lugar seguro, eso lo puedes jurar, bebé —sonreí, al mismo tiempo me acaricié el vientre.

Miré hacia los lados y varias secciones del lugar estaban solitarias, o en una tranquilidad absoluta, como si nadie supiera lo que pasaba. Caminaban tan tranquilas inadvertidas del peligro que corrían, y cuando les pasaba por el lado, me miraban con asombro como si fuera una asesina en serie o algún insecto raro. Supongo que estar toda ensangrentada no les daba una buena referencia de quién era o podría llegar a ser.

—Tengo que alertarles —afirmé. Tomé aire y empecé a gritar con toda la potencia que me permitía mi voz.

—¡Zombis! Hay zombis en el área de prenatal, ¡por favor! Corran de aquí, vayan a sus hogares. Aléjense de este lugar, corran fuera de aquí.

La respuesta fue inminente: Varias personas comenzaron a reírse y me veían como una desquiciada.

—¡Están corriendo un gran peligro! Corran lejos de aquí. El lugar es muy grande, si lo hacen, podrán salir a tiempo y salvarse.

Seguían riéndose.

Incrédulos, creen que estoy jugando con ellos. Ah, pero si digo que dos personas se están dando golpes o están jugando futbol en el patio del hospital ahí si corren a ver cómo va todo. Eso les emociona más que una horda de zombis —divagué frustrada.

Tomé aire de forma audible, preparándome para volver a gritar y alertarlos. Alguien con dos dedos de frente me tendría que creer, pero, para mi tranquilidad, una alarma comenzó a sonar por los parlantes del hospital. Mientras el sonido potente seguía activo, una voz femenina comenzó a decir:

—Atención, el hospital cerrará sus puertas. Atención, el hospital cerrará sus puertas.

Ah, maravilloso. Vamos a ver si ahora estos pendejos me creen lo que les acabo de gritar.

La alarma siguió sonando, y la mujer continuó hablando:

—Atención, por favor, no intenten abandonar el hospital. Hay un brote inusual de una enfermedad contagiosa. Las autoridades han sido notificadas y están trabajando para controlar la situación. Mantengan la calma y sigan las instrucciones del personal calificado para esta emergencia. No intenten abandonar el edificio. Su seguridad y el de toda la comunidad es nuestra prioridad, por eso el hospital entrará en cuarentena —el mensaje se repitió una vez más antes de apagarse.

Mi respiración se volvió aún más entrecortada. Había llegado a la puerta principal del hospital, pero ya estaba cerrada con llave. Golpeé la puerta con desesperación, esperando que alguien me dejara salir, pero no hubo respuesta.

Miré hacia atrás y vi que varias personas habían comenzado a reunirse en la sala de espera principal, evidentemente confundidas y asustadas por la alarma y los mensajes que habían escuchado. Algunas lloraban, otras discutían entre ellas.

—¡Por favor, ábranme la puerta! —grité con todas mis fuerzas, golpeando el cristal de la puerta con mis codos y manos.

Nadie me prestó atención. Estaban demasiado preocupados por su propia seguridad y la de sus seres queridos.

El dolor en mi vientre seguía, y sabía que no podía quedarme allí atrapada. Tenía que encontrar una salida. Miré a mi alrededor en busca de una solución. Las ventanas estaban selladas y no había ninguna otra puerta a la vista.

Entonces, recordé una puerta lateral que llevaba al estacionamiento. No estaba lejos de donde me encontraba. Corrí hacia allí, desesperada por encontrar una salida antes de que la situación empeorara.

Al llegar a la puerta, intenté abrirla, pero también estaba cerrada con llave. Miré alrededor en busca de una solución y noté un extintor de incendios en la pared. Lo arranqué y golpeé la manilla de la puerta con todas mis fuerzas hasta que finalmente cedió.

Salí al estacionamiento, pero el panorama no era mucho mejor. El lugar estaba abarrotado de autos, y la mayoría de las personas parecían no tener idea de lo que estaba sucediendo. Se veían tan tranquilos, algunos intentaban abrir sus vehículos con las llaves, otros hablaban por sus teléfonos, tratando de obtener información no sabía si era sobre lo que habían escuchado por el parlante o sencillamente estaban en una llamada común y corriente.

—Tengo que salir de aquí —empecé a correr hacia el portón principal. No estaba tan lejos de allí.

La grabación pareció empezar de nuevo, pero se detuvo y otra mujer comenzó a hablar:

—No corran, no se preocupen, permanezcan en sus sitios. Nuestra administración se compromete a cuidarlos y protegerlos como el mejor protocolo con el que cuenta nuestro hospital.

—Sí, como no. Solo van a contener el brote —murmuré mientras seguía a paso rápido hacia el portón principal.

Mi mente estaba llena de miedo y confusión, pero sabía que tenía que encontrar una forma de llegar a casa y reunirme con mi familia.

Cuando estaba a punto de salir, un hombre me jaló desde mi bolso de una forma bastante brusca; y me hizo detenerme.

—Señora, no puede salir del lugar, debemos permanecer encerrados aquí.

No lo pensé dos veces antes de actuar. Lo pisé con fuerza y cuando inclinó su cuerpo hacia mí, le golpeé la nariz.

—No, no es un atentado biológico o enfermedad contagiosa, eso no se pega por el aire o al respirar, son zombis, idiota. Solo te afectan si te muerden o rasguñan, te están mintiendo… ¡Déjame ir!

El hombre pareció analizar muy rápido mis palabras frunciendo el ceño.

—Sea lo que sea, igual no la puedo dejar ir —insistió volviendo a acercarse a mí. Miré hacia el portón y lo estaban comenzando a cerrar.

—Lo lamento, pero aquí no podré proteger a mi bebé.

Le pateé las partes íntimas y luego le di un puñetazo a la altura de su estómago.

—Yo, siendo tú, me iría de aquí —le grité toda eufórica antes de comenzar a correr de nuevo hacia el portón que estaba a punto de cerrarse.

Por suerte, logré salir del lugar y segundos después el portón se cerró detrás de mí.

Caminé un poco al área de la cerca para poder ver dentro del hospital y logré percatarme de que tres zombis corrían hacia el señor que acababa de golpear.

Esos zombis se saldrán muy rápido de controlmiré bien la estructura de la cerca— eso tampoco resistirá.

No me quedé allí para verlo morir. Empecé a correr tanto como me lo permitía mi embarazo, y en cuanto sentí que se me cortaba la respiración, detuve el ritmo y seguí caminando a un paso muy rápido, pero mirando a todos lados para ver si algún zombi se acercaba a mí.

La ciudad seguía a su día como si nada pasara. Me quité la ropa ensangrentada y me quedé solo con lo que traía debajo: un suéter de lana muy fino con unos pantalones de algodón largos.

Pasaron varios taxis, pero ninguno se detuvo. Al tercer o cuarto intento, uno decidió detenerse. Me monté, le di mi dirección intentando ser coherente y que la voz no me temblara tanto; ya que toda esa adrenalina que experimenté estaba comenzando a bajar.

—Por favor, podría buscar una estación de radio donde estén dando las noticias —le pedí con la sonrisa más falsa que había dado en años.

El hombre asintió y comenzó a buscar una emisora.

Pasé mi mano derecha sobre la izquierda y la sentí fría. Temblaba como si me hubieran tirado en una piscina llena de hielo. Sabía que el clima no ayudaba, y que siempre había sido muy friolenta, pero estaba segura que esto era signo de que la situación me había sobrepasado.

Las estaciones solo tenían música.

—Como siempre, las autoridades no le dirán a nadie hasta que sea demasiado tarde —susurré.

—¿Necesita algo, señora? —el taxista me miraba por el espejo retrovisor.

Negué con la cabeza, pero me dejé llevar por ese impulso de justicia y sinceridad que me caracterizaba.

—Cuando usted me deje en mi hogar, quiero que busque a su familia y se proteja en su casa o en algun lugar donde cuente con una buena cerca, consiga estar en el lugar más seguro que usted considere, no olvide buscar provisiones como: comida, agua y velas; algo terrible acabo de presenciar en el hospital maternal, no le estoy mintiendo, se lo juro por lo más sagrado que existe.

El señor no mencionó palabra, pero aceleró su automóvil.

Algo en mi interior me dijo que sí creyó.

Al llegar a casa sentí la tranquilidad de ver que mi hija ya había llegado; eso no me extrañaba ya que su colegio quedaba a solo dos cuadras de mi casa.

—¿Y Jesús? —pregunté toda histérica, buscándolo por toda la casa, como si con la fuerza de mi ansiedad él se pudiera materializar en el lugar.

—No ha llegado aún, má, me acaba de llamar porque no logró comunicarse contigo, me dijo que está cerca de aquí… viene en un taxi —frunció el ceño, acercando su mano hacia mi cara; y continuó —¿Y esa sangre, mami? ¿Estás bien? ¿Tú y el bebé? —me alejé para que no me tocara. No quería que tuviera contacto con ningún fluido extraño—. Tienes sangre en la cara, estás toda despeinada y hasta tienes algo pegado en el cabello, creo que es sangre con otra cosa —su cara de asco e impresión me escandalizó.

—No es mía, no te preocupes, me caí encima de un charco de sangre cuando un zombi me atacó.

Doy gracias a ese buen hombre que detuvo su taxi para traerme, con razón, varios siguieron de largo. Estoy hecha mierda.

Mi hija se sentó en silencio sobre el sofá, estaba segura que en ese momento creyó todo lo que le había dicho en las notas de voz.

Caminé hacia el baño, encendí el calentador y me metí con todo y ropa debajo de la regadera. Estando allí comencé a desnudarme. La loza blanca comenzó a pintarse de un color carmesí.

Unos dos minutos después, escuché que alguien empezó a tocar la puerta.

—Ábrele la puerta, mi niña, solo a tu padre; déjalo que pase y de inmediato ciérrala bien de nuevo, no le abras a nadie más —debí inclinarme hacia adelante un poco para vomitar el agua que me había tomado durante la mañana, junto con mi bilis, porque no tenía nada de sólidos en el estómago.

Las bondades del ayuno y el no tener comida en mi estómago hasta las once de la mañana.

—Ya estoy aquí, mi amor —la voz de Jesús hizo sobresaltar mi corazón.

Gracias, universo, porque mis dos amores están conmigo en casa, sanos y salvos.

—Ven, mi amor, me estoy bañando —seguí luchando contra mis arcadas.

—Huy, ¿cuándo se detendrán esos vómitos? Pobrecita, mi amor —sin importarle de que se le iba a mojar su ropa, me abrazó para que yo pudiera seguir luchando contra las fuertes arcadas que solo me hacían botar un poco de líquido verdoso.  

Como pude le respondí en tono bajo para que nuestra conversación no siguiera alterando a mi hija, porque conociéndola, ya sabía que estaba maquinando cómo ayudar en la situación:

—¿Viste a alguno? ¿Lograste ver algún zombi?

Negó con la cabeza.

—No, todo está como siempre… —carraspeó su garganta y continuó— No te vayas a molestar por lo que preguntaré, pero, ¿estás segura de lo que nos dijiste en esas notas de voz?

Lo que más me gustaría en este momento es que todo fuera un juego… una mentira —pensé.

—Sí, hasta luché contra uno. Y debí golpear a uno de los porteros del lugar para poder salir de allí. De hecho, enviaron a todos en el hospital a una especie de cuarentena o algo así, apenas pude salir de allí. Creo que en este momento todos deben de estar muertos.

—¿Qué vamos a hacer? —me acarició el vientre, y por primera vez en años, noté miedo en su mirada.

—Tenemos que buscar un lugar más seguro y provisiones, lo mejor es que nos alejemos de la ciudad y vayamos al interior del país, a un lugar más solitario, quedarnos aquí es contraproducente.

Me abrazó y manteniéndose así solo me dijo:

—Tienes razón. Entre todos nos cuidaremos, y protegeremos a nuestro bebé.

Ese fue el último día en que mantuvimos una conversación sin escuchar a lo lejos o cerca los sonidos guturales de esos horribles e insaciables comedores de carne.

¿Ustedes siguen viviendo sin saber lo que ocurrió aquí en Paraguay? Espero que ustedes estén a salvo, y si no es así, no crean en las autoridades, busquen un refugio aún están a tiempo de salvarse.

****

«Unas palabras cuidadosamente elegidas tienen un impacto aún más profundo que lo que tus ojos pueden percibir. Presta atención a lo que dices y a la forma en que lo comunicas.»

Kassfinol

Y con este relato de regalo es como le informo al mundo que luego de diecisiete años vuelvo a ser mamá.

Con cariño: Kasandra Finol.

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